Basta un relampago en la penumbra del bosque. Un trueno que rompe el silencio. Basta un indicio para iniciar la tormenta.
Una tormenta cruel, que nos achica, que nos postra tras la ventana, temblorosos. Una tormenta fria, que arrasa todo a su paso. Cada arbol, cada roca, cada puñado de tierra se torna inseguro. Una tormenta oscura, lóbrega, febríl. Imparable, inevitable.
La vida nos depara sus propias tormentas. Sin lluvia, pero con miedo, con indefensión, sin explicaciones. Con todo, las tormentas, todas ellas, traen consigo una meta, un propósito: aguantar, sobrevivir.
La calma tras la tormenta, sin embargo, no tiene proposito, no tiene siquiera sentido. Esa calma que aclara el corazón, que disipa la bruma y nos muestra en crudo el paisaje, la devastación. Es esa calma la que puede volvernos locos. Es esa calma la que puede destruirnos.
Pero no todo es ruina y desesperanza.
Con la calma llega el atardecer. Un atardecer que baña de oro el mundo, que lo tiñe de divinidad. Tu surges de esa luz, es en tu sonrisa en donde se refleja naturalmente esa luz.
Ya te lo dije una vez. Es tu sonrisa la que da sentido, también a la calma. Eres tu la que da propósito, también en la calma. Y no seremos destruidos, mientras la luz del atardecer vuelva para reflejarse, gozosa, en tu sonrisa.